Mi buena amiga Manuela me dice que para su hijo mayor soy
toda una institución. Y a mí se me cae la baba. Tiene cinco años y no vivimos
en la misma ciudad pero cuando lo visito, a él y a su familia, pasamos muchas horas
juntos, jugando y hablando. Este verano hemos estado buscando tesoros en la
playa, buceando, sorteando olas que él encuentra gigantescas pero que no
levantan ni dos palmos y hablando de delfines, tiburones, caballitos de mar y
medusas. Mientras lo llevo de la mano, una de sus manos agarrada a la mía, la
otra con una espada de pirata que le acabo de regalar, vamos conversando y él
habla y habla sin parar. Así que cuando
su mamá me cuenta que ayer tuvo que cerrar el grifo porque el niño le riñó, “la
tía Anouk dice que no se tiene que gastar tanta agua”, aparte de sentirme la
mujer más feliz del mundo sonrío con nostalgia, una nostalgia prematura porque
sé que esta devoción se acabará algún día y este niño tambien será un adolescente monosilábico, como la gran mayoría.
La infancia, los niños. Me pregunto muchas veces cuando se
convierten en adolescentes, donde quedaron aquellas almas felices e inocentes.
Cual fue el punto de inflexión entre conversaciones sobre animales y granjas y conversaciones monosilábicas y en las cuales,
si se te ocurre gastarles un broma, te miran como si tu coeficiente intelectual
fuera menos cero.Y tú tienes que esquivar esa mirada y no demostrar bajo ningún concepto que se te
está acabando la paciencia y que a punto estás de darles un berrido. Como se pasa de que te
imiten en todo a que no les venga demasiado bien que te pares mucho rato a
hablar con ellos si te los encuentras por la calle y están con sus amigos.
Hoy me decía una amiga que a su hijo de 13 años le han obligado, a la semana de empezar el
colegio, a que cada día cuente a sus padres una historia de algo que le haya pasado
allí “me da igual que se la invente” me dice “ pero que nos cuente algo, lo que
sea, apenas habla con nosotros”. Y es que preguntes por donde
preguntes, escuches las conversaciones que escuches y mires un poquito a tu
alrededor, la tónica es la misma.
Así que, querida Manuela, voy a seguir alimentando el ser
una institución para tu hijo, le voy a seguir llenando la cabeza de cofres con
monedas de oro, de piratas, de entrenadores de orcas y de dientes de tiburón. Y así tu hijo volverá a dibujarme como una
buceadora entre animales marinos y yo colgaré su dibujo en la nevera. Todo esto
con vistas a que, dentro de unos años, tu hijo y yo estemos sentados en una
misma mesa, le pregunte algo y él, sin levantar la vista del correspondiente
aparatito tecnológico de moda que tendrá entre las manos, me conteste con un
seco SI que me hará entender que debo callarme, dar por zanjada la conversación
y hacer algo tan simple como esperar a que pasen los años.